M. es una niña delgada y de proporciones armónicas. Sus extremidades enmarcan un torso delicado que visto de espaldas evidencia unos omóplatos bien encajados. A sus siete años, una edad en la que como se dice la inocencia no se ha perdido, ha comenzado clases de ballet. No bien estuvo de vacaciones, su madre le preguntó si quería que la matriculara y ella dijo que sí. En realidad se esperaba su respuesta. Verla haciendo aspas de molino era una poema a la elasticidad. De alguna forma lo es también corroborar que tras unas clases, el ballet parece hecho a la medida de M. Progresan sus habilidades físicas, entre ellas la postura del cuerpo, la coordinación y el tono muscular. Mejora su oído para seguir la música y desarrolla cualidades que le exigen poner en juego memoria e imaginación. Me considero una observadora afortunada del aprendizaje de la niña y aunque sería absurdo pretender que la profesión de M. decantará por el lado de la danza, no tiene menos mérito advertir sus logros en el presente. Le encanta mostrar lo que aprende. Puedo hacer como si estuviera en una playa o en un mercado me dice, escoge tú. Elijo la playa y la veo embarcarse en una serie de gestos que nos trasladan a un espacio soleado. A juzgar por el aire del que parece proveerse agitando las manos el calor la agobia. De pronto decide cavar un pozo de cierta hondura. La veo disfrutar de la simulación. Cava y cava antes de que su mirada enfile hacia el horizonte. Se pone de pie y se dirige a la supuesta orilla donde toma contacto con el agua. Duda. ¿Se dará una zambullida? Está muy fría… ¡sí!, dice y como si estuviera de salida se coloca una toalla y se dispone a buscar un heladero. La escena termina con el rostro satisfecho de M. saboreando un barquillo. Casi sin pausa se mira al espejo, un segundo juego ha comenzado. La niña observa su reflejo imaginario con la gracia de quien le gusta adornarse. Se pone un collar y unos aretes con el aire de quien se siente dueña de una actuación eficaz. A juzgar por su sonrisa, confía en la manera de representar una adulta. Me digo que sus clases han puesto una nota creativa en sus maneras que ojalá más tarde vuelque a la vida social. El potencial creativo de un programa vinculado a alguna de las artes es la matriz de un grato sentimiento de individualidad. El juego y la fantasía que propician construyen el camino hacia la autonomía. ¡Qué pobre puede resultar una educación que no lo valore!
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