Las opiniones sobre arte recorren una camino distinto al de las afirmaciones sobre el mundo físico. Una olla con agua hirviendo no permite un diálogo del tipo: yo creo que si pongo la mano dentro no me quemaré o, yo por el contrario pienso que al hacerlo mi mano se despellejará. Alguien tiene razón y punto.
Otra aspecto a tener en cuenta, es que inducidos por la civilización a mostrar una curiosidad limitada tragamos etiquetas sin preguntar el por qué. Ahí está el concepto de obra maestra. En el siglo XIX, autores con nombre propio llenaron de gloria la Mona Lisa de Leonardo. A más de venerar el oficio del artista para sugerir la perspectiva en un fondo como paisaje, o usar el claro oscuro para crear una atmósfera, se dijo que la sonrisa del personaje era una deliciosa muestra de ternura, ardor y y tristeza.
El escritor Lawrence Durrel observó que su sonrisa reflejaba la satisfacción de una mujer que acababa de comerse a su marido. En años más recientes, la feminista Camille Paglia, que la sonrisa de la venerada Gioconda indicaba que los hombres no eran necesarios. No hace mucho a raíz de El Código da Vinci de Dan Brown, la Mona Lisa ha ganado una nueva batalla. Las visitas al Louvre, se incrementaron en poco menos que en un millòn de espectadores.
Les dejo a ustedes un indicio que según el historiador Neil McGregor, se juega en el concepto de obra maestra: Su ambiguedad y en este sentido, su capacidad para que se proyecten en ella distintas opiniones.
El mundo no ha cambiado al extremo que uno pueda pensar que si se tira de tal edificio flotará y de aquel otro no, pero en el arte seguimos confrontando opiniones. Las habrá más y menos autorizadas, pero de algún modo todas se tocan. Mañana les cuento sobre el caballo de Stubbs, "Wistlejacket" y por qué siendo infinitamente menos conocida que la obra de Leonardo, al menos fuera de Londres, se ha ganado el título de obra maestra.
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