Una pregunta ronda las cabezas de los estudiantes del curso de Psicología del Arte que tengo a mi cargo este semestre. Gira en torno a las características de las obras maestras. ¿Se les identifica como tales por el valor que tienen en sí mismas? ¿Es si no, el juicio de una época el que transmite su valor a la posteridad? Definitivamente la Gioconda está en la mira. ´A mí no me gusta´, exclama una alumna que ha estado en el Louvre dos veces y en ambas oportunidades se ha ubicado frente al famosísimo cuadro de setenta y siete por cincuenta y tres centímetros, sin lograr disfrute alguno.
No voy a mencionar los argumentos de la filosofía del siglo XVIII sobre el estatuto del gusto individual más que de pasada. Filósofos como Kant o Burke lo consideran una de las posibles respuestas de la experiencia estética. En otras palabras: a nadie se le obliga a tener que manifestar que le gusta tal o cual obra, así se la identifique como maestra.
Me interesa la construcción del mito de Mona Lisa. En primer lugar propiciado por Giorgio Vasari (1511-1574). El pintor y crítico se ocupa del lienzo en su “Vida de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos” para señalar que todos los detalles de la pintura están representados con gran sutileza. “Los ojos poseen ese brillo húmedo que se ve constantemente en los seres vivos, y en torno de ellos están esos rosados lívidos y el vello que sólo pueden hacerse mediante la máxima delicadeza”. El autor se detiene así mismo, en el color rojo de las mejillas, que “no parecen pintados sino de carne verdadera”.
Al decir de Vasari, Leonardo hizo su retrato haciendo escuchar música a su modelo. Había incluso contratado bufones para que evitaran la emergencia de la melancolía que solía invadir a la modelo de una pintura. Concluye el crítico: “La figura de Leonardo tiene una sonrisa tan agradable, que más bien parece divina que humana, y fue considerada maravillosa, por no diferir nada del original”.
En el siglo XIX los admiradores del cuadro de Leonardo se multiplicaron. El primero entre ellos fue Napoleón, quien pidió trasladar a la señora Lisa como la llamaba, a una de las paredes de su habitación. Distintos escritores como Teophile Gautier o George Sand, se detuvieron en el aura de misterio de su sonrisa. Para Sand la belleza de la Gioconda era tal que nadie podía observarla sin sentir una gran emoción. Al verla no se la podía olvidar más.
El robo de la pieza en 1911, aumentó la curiosidad por la figura hecha a base de esfumatos. Un italiano resultó el autor del robo. Había decidido llevársela a casa y mantenerla escondida, pero como luego de dos años quiso venderla la policía dio con él. El escándalo tuvo como no, amplia resonancia en los medios.
El robo de la pieza en 1911, aumentó la curiosidad por la figura hecha a base de esfumatos. Un italiano resultó el autor del robo. Había decidido llevársela a casa y mantenerla escondida, pero como luego de dos años quiso venderla la policía dio con él. El escándalo tuvo como no, amplia resonancia en los medios.
Por su parte los movimientos de vanguardia de las dos primeras décadas del siglo XX colaboraron con su popularidad atacándala. Representaba un mundo de admiración pasiva que había que cambiar. Se habló de quemar la pintura. Duchamp le puso bigotes y escribió en la parte baja del cuadro: LHOOQ. En francés: “ella tiene calor en el culo”. Un poco más tarde, Dalí se representó a si mismo como la Mona Lisa.
El último gesto del que hemos sido testigos proviene de “El código da Vinci”, novela de Dan Brown que tuvo como saga la película del mismo nombre a cargo de Ron Howard. Una trama en ambos casos ficticia, redondeó sin embargo el número de turistas en el Louvre. Allí mismo donde está instalada la pieza de Leonardo que sólo unas cuantas veces ha salido del paseo por el mundo. En el 2007 nueve millones de visitantes recorrieron las salas de la institución, presumiblemente para detenerse sólo en una. ¿Y cuánto tiempo se queda alguien frente a la Gioconda?, pregunta el historiador Donald Sassoon autor de “Gioconda, Leonardo y la historia de Mona Lisa”. Responde: un minuto.
A fin de cuentas no es el cuadro lo que se quiere ver. Más bien lo que se ha oído de éste. La magia que ha hecho experimentar sensaciones diversas en tantos admiradores. Como para pensar que la construcción de mitos es una necesidad propia de la psique humana. De seguro que si no hubiera existido Mona Lisa habría habido que inventarla.
Imagen: Monalisa de Marcel Duchamp, 1919.
3 comentarios:
Excelente post, sigo tu blog casi a menudo. Entonces la admiración de las obras de arte, por decir, de siglos pasados, se debería solamente a cuestiones de admiraciones ajenas?
ahora en la actualidad se sigue ese carácter? con las obras de arte contemporáneo?
un dato a correjir, creo que el que escribió El código Da Vinci fue Dan Brown.
Saludos.
Felipe MP
quise decir, a corregir, jeje.
Gracias Felipe. Sin querer decir que admiramos lo que se nos haya puesto por delante. Las virtudes de la técnica de Leonardo están también presentes. La Gioconda en particular adquirió esa popularidad con el ´empujoncito´que le dio la mirada de los escritores del romanticismo. Buscaban embelesarse...Sobre Dan Brown tienes recontra razón. Dan Rather es un famoso periodista norteamericano. ¡En qué estaría pensando!
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