Se suele usar el término minimal para dar a entender un supuesto buen gusto en la decoración de un ambiente o al caracterizar un tipo de atuendo. La palabra ha encontrado un lugar en el lenguaje cotidiano y con ello se ha alejado de sus orígenes. La intención de los artistas plásticos que impulsaron el estilo minimalista en los años sesenta, no fue presumir de cierta elegancia sino proponer diseños que reflejaran sencillez y reiteración.
Como todo estilo plástico el minimalismo nacido en Nueva York se rebeló contra su predecesor: el expresionismo abstracto también nuevayorkino. Los escultores que impulsaron esta corriente buscaron un camino por completo distinto al de la expresión de la subjetividad y la preocupación existencial. Su afán fue volver el arte conceptual e incluso medible. Les bastaba idear una combinación de elementos. Dan Flavin va directo al punto tanto en su manifiesto de 1967 como con su juego de fluorescentes( arriba).
La habilidad o destreza del artista para disponer las fuentes de luz es menos importante que la originalidad de introducir un estado de "no representación". ¿Qué quiere decir eso? Nada, pero igual abra usted los ojos pedía el artista al espectador. Extendía una invitación a vivir una experiencia sin un sentido particular.
Más que sorprendente resulta hoy que Flavin y compañía (Morris, André y Judd) consideraran que podían imponer el sin sentido. Tal vez su propuesta sirvió para reparar en que de lo impersonal y lo industrial, dígase de maneras y objetos hechos en serie, es precisamente de lo que queremos librarnos.
Como hace decir a uno de sus personajes Roberto Bolaño, lo que rige el mundo es una ecuación reformulada de aquella que asegura que la vida es una combinación de oferta y demanda. Entonces: oferta+demanda+ magia (cualquier cosa que esto quiera decir).
De la magia es de lo que menos queremos librarnos.
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