Estoy tratando de decir, que si esta noche hacemos una pausa al vértigo cotidiano y tenemos presentes a C. G. F. y L., nuestras compañeras de colegio, es para celebrar la vida. A incluir sin medir el tiempo, sus intensidades y nostalgias. Nuestros recuerdos sin embargo, no apuntan a desalojar la muerte. Como decía el poeta Rainier María Rilke, levantar un muro de protección frente a lo inexplicable empobrece la existencia. La vida no es tal si excluye toda pena, toda tristeza.
Por mi parte, recuerdo a G. a punto de dar a luz. Pasaba yo por la clínica y allí estaba ella esperando las señales de su nueva maternidad. La visité sin haberlo previsto, sin saber todavía yo en que consistía eso de ser madre. De L. me viene a la cabeza su voz ronca, sus maneras quedas un tanto austeras, su pelo negro. De F. el recuerdo es más vago. Una risa, el salto a la soga de un cocherito leré en el patio de primaria. Con C. compartí muchos momentos. El final de la universidad, el inicio de la vida profesional, el mudarse a vivir juntas y tener que vérnoslas con detalles domésticos para los que ni una ni otra estábamos dotadas. C. me enseñó a preparar unos tallarines que nos parecían sabrosísimos y yo la hice escuchar música latina que por cierto asimiló con mucho ritmo. Recuerdo sus pasos de mambo y sus momentos felices, sin olvidar la tristeza que hacía las veces de un viento fuerte e imprevisible que le venía de dentro, y la hacía tambalear por ratos.
Como para pensar que los momentos en los cuales recordamos y extrañamos nos inspiran a ordenar nuestra vida. Ojalá que a encontrarle matices que nos enriquezcan. Si la poesía pide para los misterios algunas flores; y la desaparición temprana de vidas humanas lo es, la religión invita a elevar una oración.
Imágenes: Jennifer Bartlett
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